miércoles, 24 de junio de 2009

Que su carrito nunca regrese...


PRIMER ACTO:

Iba uno de estos días caminando rumbo a mi casa, cuando al pasar al lado del Parque Jocotenango (mejor conocido como Morazán), me topé con los cuida-lava carros gandallitas que siempre se mantienen por ahí con las caras rojas e hinchadas de tanto alcohol que se meten. Uno de ellos le estaba dando una tremenda gritada a un niño de no más de cinco años, que iba más o menos así:

-Ahora si hijuelagranputa, te voy a acusar con tu mamá que sos un hueco, dándole besos al Javier, esas no son cosas de hombres, sos un hueco cerote, ¡ahora si vas a ver!-, gritándole e intimidándole mientras el niño lloraba amargamente, como tratando de ahogar con su llanto las ofensas recibidas. El tipo siguió arremetiendo con cualquier clase de majaderías, mientras sus cuates alrededor le daban ánimos para ser más cruel, disfrutando la angustia que le producían al chavito. De repente, harto de tantos insultos, el niño gritó desesperado -¡¿QUÉ NO LE PUEDO DAR UN BESO A MI PRIMO?!-

Me dieron ganas de meterme en el círculo acosador, abrazar al niño y decirle que no había nada de malo en eso, que el cariño y la ternura son precisamente dos de las virtudes que más necesita este mundo... pero como muchas otras veces, no me atreví a hacer nada. Sentí como la agresión también me afectaba, me sentí inútil. Tanto al niño como a mí, de diferentes maneras, la vivencia nos mató un poco de humanidad.

SEGUNDO ACTO:

Al par de días volví a pasar por el mismo lugar y ahí estaban otra vez don nefasto y sus compinches, amontonados todos a mitad de la calle, gritándole lascivamente cualquier clase de vulgaridades a una chica que pasaba sobre la banqueta opuesta. Hasta en la forma de caminar se le notaba la indignación a la mujer, que pudo descansar hasta que dio vuelta a la esquina. Los tipos se quedaron cagándose de la risa, felicitándose unos a otros por todas sus ocurrencias. Mientras, el niño era testigo del espectáculo decadente desde una sombra.

TERCER ACTO:

Hoy en la mañana, caminando hacia la oficina, pasé otra vez al lado del Morazán. Esta vez los gandulfines estaban chingando a alguien por el celular, pasándoselo unos a otros para tener todos la oportunidad de hacer gala de su estupidez. A un par de metros a la redonda se sentía el insoportable hedor a guaro podrido que desprendían sus colorados e hinchados cuerpos. Pueda ser que cada vez sea más sensible a todo lo que me confirme lo detestables que son, pero no creo, realmente se sentía a simple olfato.

Dentro todavía del área de pestilencia, estaba el niño que días antes había sido humillado en grupo por darle un beso a su primo, acostado en el piso con una sombrilla haciéndole sombra. Tenía construida una carretera con piedritas que encontró en la banqueta y con un pedazo de madera jugaba, completamente abstraído de la situación circundante. Jugaba a que era un carro que se iba por esa carretera, a que no estaba ahí. Y sí, de alguna manera daba la clara impresión de estar en otro lado, de ser completamente ajeno a lo que pasaba a su alrededor.

¿Cómo se llamó la obra?

miércoles, 17 de junio de 2009

tormentas y calmas

Comenzó la temporada de lluvias, la época más contrastante en el país de los contrastes. Tormenta y calma todos los días.

Entreteniéndome en las formas que las gotas dibujan al resbalar por el vidrio de la ventana, con el gris de fondo que opaca el verde, la cabeza encuentra oportunidad de perderse en una intensa paja mental destinada a no llegar nunca al orgasmo.

Llamo a una amiga que desde hace varios días se encuentra profundamente deprimida, en un acto de tácita complicidad que de alguna manera nos reconforte a ambos. Me reclama que ella no pidió vivir esta historia. Me dice que se siente incapaz de adecuarse a los vertiginosos cambios del mundo de hoy, que no puede manejar la explosión de información y desinformación a la que estamos expuestos día tras día.

Yo, tratando más de convencerme a mi mismo que a ella, le contesto que la virtud primigenia del ser humano, la más elemental, que nos hermana a todos los seres vivos de este planeta, es nuestra capacidad para adaptarnos al entorno. Que así son las cosas, que es así como funciona y que en vez de preguntarse porqué, lo más sano es vivir buscando el cómo.

Estando tan cerca del clímax mental, a punto de experimentar los estertores propios de tal estado, que finalmente conducen a ese momento de paz y relajación, de olvido, de elevación; me pierdo en otra pregunta que me aleja del objetivo final, pero no tanto que me deje caer en la flacidez que obliga a abandonar la faena: ¿Será que la “civilización” ha alterado de tal manera los procesos de la vida que esta virtud natural se encuentre superada por la celeridad del ritmo? Sin duda que, aún que no fuera así, cada vez la tarea de adaptarse se vuelve más compleja y más cansada.

Desde mi escritorio, casi involuntariamente, me entero de los grandes y pequeños problemas que sacuden al mundo entero, que si estos atacan a los otros, que murieron tantos, que si se cayó el avión, que el incendio, el terremoto, la crisis, el hambre, el dolor; que si abusó de su hija por 25 años, que los últimos escándalos de las estrellas...

Me arrepiento de aconsejarle a mi amiga que no es bueno ser tan fatalista y me inquieta pensar que vivir sea realmente el lento y doloroso suicidio de la esencia, que más que una oportunidad, sea un desafío obligado. Todo depende del lente con que se mire.

De pronto un trueno retumba y vuelvo en mí, ahí estoy parado frente a la ventana que separa a la tormenta de afuera de la de adentro, esperando, esperando, consolándome en la única certeza indiscutible: que tarde o temprano la calma tendrá que volver.

lunes, 8 de junio de 2009

Erick "el poli"

El otro día, estando sentado en la puerta de la nueva casa y próximo café cultural de Luciérnaga, ví pasar a Erick, el legendario cuidador de carros de las banquetas del pasaje Aycinena. Ya ni me acuerdo cuántos años tengo de verlo ahí, con su traje de chonte combinado con guardia de seguridad privada que nadie sabe de dónde se sacó, porque al parecer es trabajador independiente.

He de confesar que nunca me ha caído muy bien, es medio mal encarado y siempre quiere cobrar Q. 10 y de entrada... de esa gente que puedes haber visto por lo menos unas tres veces a la semana a lo largo de 10 años y sigue haciendo como que ni te conoce, no devuelve el saludo y así. Ahora, con el auge que ha adquirido ese lugar, y la presencia de varios nuevos cuidadores (que a los conocidos nos saludan y nos cobran Q. 5 al salir), su ámbito de acción se ha ido reduciendo a una media cuadra, así que casi ni lo veo...

Pero ese día, al verlo pasar a toda prisa, con ese aire de circunspecto, acomodándose su chaleco anaranjado fluorescente de reciente adquisición, como a quién el tiempo agarró y teme que sin su trabajo el caos amenace con destruir aquello por él conocido, que siente tan suyo, a lo que durante años ha dedicado su tiempo y energía... no sé, sentí cierta simpatía.

Me quedé con un montón de preguntas dando vueltas, como ¿dónde vivirá? ¿tendrá familia? ¿y cómo es él? ¿a qué dedica el tiempo libre?... también me sentí un poco ridículo de recaer a cada tanto en la crisis existencial-laboral de no saber si soy feliz con lo que estoy haciendo en la vida, cuando hay tanta gente que pasa años haciendo lo mismo, cosas aparentemente pequeñas (seguro que no para ellos), pero con una devoción!!! claro... ahí está el detalle.

No sé, por primera vez, viéndolo fuera de contexto -aunque siempre con su uniforme-, se me ocurrió pensar más en Erick y no tanto en "el poli"... todo un misterio. Lo cierto es que si algún día deja de llegar, y deja de no saludar, y de cobrar Q. 10 desde que uno se parquea, más de alguien -y con seguridad yo- sentirá esa ausencia en las banquetas del pasaje y como pasa tanto en la vida, casi sin darnos cuenta, un círculo más se habrá cerrado.